Aún recuerdo la primera vez
que fui espoleada para afirmarme y contar qué quería ser en el futuro, más allá
de aquellas preguntas de las vecinas y canciones de Doris Day. A mis tiernos
cinco años lo tenía clarísimo: ser ama de casa.
Bueno, en realidad me debatía
entre ser Neil Armstrong – siempre es atractivo ser un héroe y vivir
espectaculares aventuras a esa edad – o ser alguien al servicio de los demás.
Pero aquella tarde de primavera, cuando mi abuela me preguntó, no lo dudé un
solo segundo: “Ama de casa como tú”, afirmé. ¿Por qué fui tan categórica? Muy
simple: vi que aunque hacían tareas aparentemente anodinas, su trabajo era
esencial para la marcha del día a día en casa. A un niño de cinco años no se le
escapa lo que es verdaderamente importante. No busca trampantojos de mentiras
para ocultar sus intenciones y sabe lo que es esencial. Más aún, me parecía más
que atrayente que esa ocupación permitiera llevar a cabo una vida social
interesante, interactuando con la gente. El tiempo entre charla y charla en la
carnicería de Paulino o en la tienda de ultramarinos de Hortensia pasaba
volando. Finalmente, llega la recompensa al trabajo bien hecho: una deliciosa
comida. Esos olores a guisos familiares que hacen que entres directamente en un
ámbito de paz que ni todas las técnicas de mindfulness actual lograrán nunca.
Te reconcilian con la parte más auténtica de la vida.
Con todos esos ingredientes
unidos, la justificación a mi decisión categórica era muy clara, aunque la cara
de espanto de mi abuela hubiera podido entrar en el libro Guiness de los
récords. “Ay, esta nena se nos pierde. Con lo lista que es”- apostilló,
preocupada, a mi madre que se reía divertida de mi ocurrencia mientras yo
seguía tranquila viendo los dibujos de mi último libro de Gloria Fuertes.
A pesar del susto inicial, mis
inquietudes fueron creciendo para alivio de todos. Mis querencias pasaron por
diferentes fases – desde ser espía en la Segunda Guerra Mundial o modelo – a
formar parte del oficio más bello y denostado del mundo, el periodismo. A fin
de cuentas se trataba de mantener mi relación con las palabras, una relación
estrecha e indisoluble. En ese camino cumplí uno de los sueños de mi abuela.
¿Quién le iba a decir que su nieta, la otrora ama de casa vocacional, se
convertiría en la primera mujer con un título universitario en la familia? Para
alguien que había pasado su vida trabajando e intentando guardar con dignidad
su vida – sin deudas, sin sobresaltos – fue sin duda un gran motivo de orgullo
y de alivio. Porque de esta forma, con aquel título, se salvarían muchos
obstáculos que ella había tenido que afrontar. Los tiempos habían cambiado
tanto…
Efectivamente, la sociedad
había dado un vuelco de proporciones cósmicas. Se había pasado del “casarse
para toda la vida” al relativista “carpe diem” sin mucho compromiso; habíamos
evolucionado desde que una mujer no tuviera el control ni del propio dinero que
generaba a través de una cuenta bancaria a su nombre a “quemar” las tarjetas. A
viajar libremente, amar libremente y decidir libremente lo que quería hacer con
su vida. Sin embargo, pese a las enormes diferencias y a la evolución más que
positiva del papel de la mujer aún en pleno siglo XXI aquella niña observadora
se encontró en su entrada en la etapa adulta – donde la vida ya no es un
ensayo- con actitudes y problemas que seguían sin resolverse desde la época de
su abuela.
La mayor crisis económica en setenta años llevó a la sociedad a mostrar de nuevo actitudes poco favorecedoras del
empoderamiento y la emancipación femenina. Para empezar, a pesar de que la mano
de obra femenina estaba más cualificada el paro femenino superó al masculino
por la cuestión biológica y económica que supone la maternidad. Se consintió que una mujer
siguiera sin cobrar lo mismo que un hombre realizando el mismo trabajo. Me ví
envuelta en un maremágnum laboral en el que acabé en casa de mis padres, tal y
como mi abuela lo había hecho embarazada, meses después de casarse. Pasé de ser
una joven universitaria con futuro prometedor a no generar ingresos y luchar
denodadamente por construir un futuro.
Superado el cuento
Disney de la abundancia y los Príncipes encantadores que salvan a damiselas en
apuros quedan muchas cosas por hacer por hacer honor a la igualdad. Algunas tan
sencillas como que se respete la libertad de cada persona para decidir qué
quiere hacer con su vida – si quiere precisamente dedicarse en cuerpo y alma a
ser ama de casa o defender una carrera profesional -. Porque aunque no somos
iguales en lo biológico, hombres y mujeres sí somos iguales en lo que respecta
a la responsabilidad conjunta por la construcción de nuestro destino. Y las
mujeres tenemos una voz clara, sabia, lúcida que es fundamental en la
construcción del presente y más aún del futuro. Una voz que no se reduce a ser
madres como único objetivo existencial o experiencia épica – por mucho que sea
sin duda algo transformador-. No tenemos que ser hombres para que se nos
reconozca en ningún campo. Sólo debemos estar presentes de forma auténtica.
Hacernos ver y oir. A ello ayudan las nuevas tecnologías y las redes sociales
que no sean utilizadas únicamente como basurero de frustraciones o reclamo
publicitario 24h. Para desterrar miedos, inseguridades y ofrecer a las
siguientes generaciones un ejemplo motivador debemos reescribir esta historia
interminable que es la Humanidad en clave de esfuerzo, de diálogo, de
cooperación y lucha. Probablemente no haya perdices, pero sí una sociedad más equilibrada, más sabia, más
fuerte.
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